Kirguistán. Tras las huellas de Alejandro Magno (parte III)

Dejé el relato pendiendo de un hilo. Me encontraba bajando al campo base para un merecido descanso de dos días. El calvero del Edelweiss, como así se llamaba la zona en la que estaban ubicados los campamentos de la mayoría de las expediciones, era una llanura formada por una antigua morrena glaciar, hoy cubierta de hierba y flores. Un lugar bucólico.

El siempre aburrido descanso en campo base se pasa leyendo libros, inventando absurdos juegos y retos con otros alpinistas, y lo más importante, comiendo y bebiendo para reponer fuerzas. Son los días en los que hay que tener más cuidado de no pillar una temida diarrea, que podría echar al traste con la expedición.

El problema del descanso fue el tiempo. Al día siguiente de llegar, nos levantamos con medio metro de nieve fresca, algo inaudito en las últimas temporadas. Estuvo cubierto y nevando durante tres días.

Finalmente la cuarta jornada lució un sol abrasador que nos permitió a todos los alpinistas que estábamos a esa altura, ascender al Campo I y a los que estaban por encima, descender y dar por terminada la expedición. A medida que subíamos, al Campo I, los alpinistas que me iba encontrando en el camino repetían lo mismo, una y otra vez: vientos horribles que habían arrancado muchas tiendas en el Campo II (donde estaba la mía, o debería estar), toneladas de nieve fresca, mucho frío en altura… vamos, unas condiciones para echarse a temblar.

Ya por sí sola, la subida al Campo I no estuvo exenta de fatigas debido a la nieve que había en la ruta. La subida a Campo II, a través del glaciar del Lenin y sus temidas grietas no fue menos.

Mi intención era subir sin parar del Campo I al Campo III, parando en el II solo para recoger mi tienda. Rezaría para que siguiera en su sitio. El mayor problema de este recorrido eran las grietas tapadas que había entre los dos primeros campos de altura, sobre todo al ir sólo y sin compañero de cordada. Finalmente no tuve problema, pero el recibimiento en Campo II fue dantesco. No quedaba prácticamente nadie allí.

De las cincuenta tiendas de campaña que podía haber hace una semana, no quedaban en pie más de media docena, el resto se las había llevado el viento, estaban enterradas y rotas, o habían sido recogidas por la expediciones.

Mi tienda seguía allí, incólume, sólo con un palo roto que tuve que arreglar con algo de cinta americana. Tarde más de dos horas en desmontarla, debido al hielo que tapaba sus faldones. En cuanto la recogí, subí hacia el Campo III a través de una ruta sin huella, nadando en un mar de nieve que me llegaba, a veces, por la rodilla. Iba cargadísimo, no quedaba casi nadie en la montaña, el resto de alpinistas venían por detrás de mí, al día siguiente, pero yo quería aprovechar una única jornada de buen tiempo que daban al día siguiente, después, entraría de nuevo la borrasca, de ahí que tuviera que acelerar la subida.

Después de tres horas de camino, mucho más que la anterior subida de aclimatación, un enorme vendaval me hizo parar en un collado antes del Campo III. Decidí montar la tienda y salir de madrugada para la cumbre desde allí, con lo justo, sin peso.

A las 12 de la noche estaba preparado para el ascenso. En poco más de 3 horas llegué al antiguo asentamiento del Campo IV, a unos 6500 metros de altura, donde se veía una tienda vieja de alguna expedición. El mal tiempo volvió a comenzar. Estaba sólo en la montaña. No había nadie más a mi alrededor. Algunos de los alpinista que a esa hora salían del Campo III aún no habían alcanzado mi posición.

Decidí dar la vuelta y regresar a mi tienda. Bajé volando, casi al límite de lo que me daban las piernas, alcanzando mi tienda justo cuando comenzaba a amanecer. Un espectáculo maravilloso ver las nubes rojas, el cielo cubierto amenazando tormenta a través de la puerta de mi “hogar”.

Después de desayunar y dormir unas horas, decidí cargar todo y ascender algunos metros más para intentar volver a repetir el intento a cumbre, agotando mi último cartucho. La siguiente tarde y noche dormí en el Campo III, esperando la llegada de la madrugada. Esta vez lo pasé realmente mal.

El viento se desató durante toda la noche, mi tienda, que estaba ya bastante perjudicada, no aguantaría la fuerza del viento. Estuve toda la madrugada sin pegar ojo, agarrando los palos rotos intentando evitar salir volando, fuera nevaba con fuerza.

A las cinco de la mañana, Stan, mi amigo búlgaro y un grupo de indios salieron para cumbre invitándome a unirme a ellos. Dude, probé y decidí que mis fuerzas y el tiempo no eran lo más aconsejado para alcanzar una cima que se había mostrado intratable. Decidí no arriesgar, hice bien. Durante el ascenso desapareció una persona, casi todas se dieron la vuelta, y los que llegaron, casi no son capaces de descender. Caótico, cruel, como se muestra una montaña que hasta ahora había parecido plácida, incluso fácil. Como cambian las cosas.

Recogí todas mis cosas, sin mirar atrás, cargando más de 25 kilos de nuevo a la espalda (residuos incluidos), abriendo huella para abajo, de nuevo como en un tobogán de espuma, por el suelo cada dos minutos. Pasé por delante del cementerio de tiendas del Campo II, donde algunas se veían mucho menos que el día anterior. Sortee las grietas como pude, puentes de nieve inestables, nieve a más no poder que me pegaban a los crampones haciendo que, en muchas ocasiones, esquiara en vez caminar. Llegué al Campo I, al Campo Base, donde pasé 24 horas esperando mi transporte de nuevo a la civilización Kirguiz.

Y el regreso, tan esperado, tan ansiado, sufriendo de nuevo en el coche, bajo lluvias torrenciales que nos hacían perder el control en cada curva.

Y el sol y el calor, de nuevo, bochornoso, de Bishkek, una ciudad en decadencia pero con cierto estilo, con algunas calles que pasear y algunos lugares donde comer, una amalgama de culturas en plena ruta de la seda. Y la llegada al aeropuerto, una sola cara que te sonríe, que te abraza cuando llegas, con 10 kilos menos de mí mismo, con la mochila llena, la cámara llena de experiencias y la cabeza llena de ilusiones.

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